jueves, 31 de diciembre de 2009

Rubén y el salvador Jesucristo

Nací en medio de mercados con frutas, danzantes, comida pestilente de sabores indescifrables, finezas y vulgaridades; ley del más fuerte, vecindades rivales y hermosuras cercanas y enmarcadoras a una realidad terrible. Crecí junto a gritos desencajados del quién vende más barato, en medio de sueños irrealizables, en medio de palacios inalcanzables para el hombre común, de una bandera siempre limpia, muy olvidada, cercano a una catedral hermosa, en la que contaba la leyenda, mis antepasados estaban enterrados; casi a mi salida, tenía el templo mayor, y soñaba con ese México que no era México, pero era más nuestro que ahora. Viví con mi abuela, pues mi madre amada, se fue con un tal Genaro, y mi abuela me cuidó desde entonces; y entonces, ahí, toda la gente me veía recorriendo Venustiano Carranza de cuatro años, jalado de la mano de mi vieja abuela que cargaba flores y las vendía a los enamorados; “déme dos ramos, para la esposa y para la novia por eso del catorce”, llegué a escuchar. Y siempre era igual, estuviese lloviendo o en seca el aire, tan pequeño parado afuera de las librerías, intentando que la venta no fuera tan mala, casi siempre, en épocas gélidas, con mi chamarrita a cuadros; ¡Cuánto quise a esa chamarra!, según mi abuela, había sido de mi difunto hermano Gustavo, que se murió por allá de los siete años, cuando yo tenía apenas uno.
Y aquí, la vendimia era el tema popular, no del que viene de visita, más bien del que nace con esa cruz; no éramos turistas, nuestro único pecado, fue tener antepasados indígenas, por eso a lo lejos, el rico comía en restaurantes lujosos y propios de un argot ajeno a nuestra realidad, y claro, acá, mi amigo William bailaba a la lluvia con sus trajes coloridos comprados en la lagunilla, y se tomaba fotos como fenómeno en el mundo.
Y a unos pasos de mí, afuera de mi vecindad, se escuchaba muy seguido, ya fuera de ruidosos días, decadentes tardes, o desoladas noches, al gusano naranja rugir en busca de más muchachos y muchachas, señores y señoras, que nunca volteaban a uno a mirarle la cara. Ellos a lo mejor volvían dentro de mucho, o a lo mejor ya no, pero uno que nace ahí, siempre vive al mismo sol, a la misma luna y a los mismos gritos, siempre estando ahí, pero no existiendo como persona, nunca importando en realidad nuestro rostro.
Siempre expuestos a las autoridades, y a la gente grosera, sobre todo a los güeritos, que si por nosotros se ve feo el centro, que hacemos delito, que no se qué; no tenemos la culpa de haber nacido en nuestro propio país, si a los mexicanos nos fuera tan bien en el extranjero, como a ellos en México, otra sería la historia, pero siempre para el mexicano es la misma historia en diferentes vidas y personas. Que me voy al otro lado y al rato me desaparezco, o si no, sigo siendo esclavo, que uno extraña la tortilla y el frijol, que uno es naco, y a todo esto si no así, ¿como vivimos y como comemos?
Nací en una vecindad y lo más seguro me iba a morir en otra, o en el mejor de los casos en la misma, cansado de mantener tanto hijo que luego no se iba a acordar de mi, como el señor Gabriel, de ochenta y ocho años, y solo como una piedra después de que se partió el lomo toda su vida por sus siete hijos, y su fallecida esposa.
Y luego dicen que uno por iletrado, no sabe de historia, bien que nos sabemos historias, ese viejo Gabriel, vino de Chipiltepec a visitar a su tío Pablo, y después se casó con su prima Julia, con la que tuvo ocho hijos, de los que solo unos se les murió, nació estúpido, y no tenían para el tratamiento.
Luego las niñas chulas que pasaban por la calle, que lo veían a uno como si fuera miseria, a lo mejor éramos marginados, pero nunca miseria, ¿cómo serían las fiestas nacionales sin nosotros?, tristes, y lo digo en serio. Siempre el cuete, el vino y el amigo, siempre la manteca con el maíz, la corneta, la bandera nacional; siempre el rehilete, y el súper humano presidente gritando el viva México, que uno conocía por la televisión con sus anuncios acartonados vendiendo quién sabe qué a la gente, y luego en los periódicos con cara de idiota; siempre nosotros ahí, confinados a las fiestas, a ser más que parte objeto de ellas, anónimos visores de un México que crece, que recupera poco a poco las Texas, y los Ángeles, que mira con ojos de ilusión los partidos de la selección y así, se entera que existen otros países que no sean los Estados Unidos. Siempre el verdadero mexicano de las manos cansadas y la frente en alto, aunque a uno nadie lo mire, nosotros siempre lo vemos todo; la mirada pícara del que compra sus películas para adultos, ¿quién las da más baratas?, algunos dicen que somos plaga, yo digo que somos honestos, a lo mejor feos, pero eso si, honestos. Esta bien que conocemos a ratas de la ciudad, también a putas a padrotes y asesinos, conocemos al vagabundo que siempre anda bien borracho con quien sabe que dinero, y que nos hablan del derecho registrado; pues ese derecho vale madres, cuando uno necesita comer.
Nací en medio de la ilusión onerosa: la lotería, fortuna impalpable para el que sabe de verdades, realidad angustiosa y feliz para el afortunado e inexplicable triunfante; ¡tengo el bueno señor!, ¿Cuántos quiere?, que si hacemos la vaca, que si mejor nos vamos de juerga, ese era el principio de milenio, lo único diferente al pasado era el celular y el disco compacto, los dos miles venían al país con esperanza y cruel realidad.
El billar estaba de moda, desde que yo era niño, a lo que me contaba mi abuela, casi todo era igual, Bellas Artes era más alto nada más, y todo más nuevo, parecía calmado si lo comparamos ahora.
Que el eje central parece colmena, que la torre Latino ya no se ve tan alta, que la tele es a colores, que ya no hay héroe ni ídolo, que ahora nos jodemos con puro pinche político. Ese era mi México, no el de Pedro Infante, si el de Porfirio, pero ya no el mismo, que si con metro acabado, que allá en el sur seguía el canal de Xochimilco, pero ya muy sucio, ya no tan querido, y a pesar de las épocas se veía tan lejano…
Ya habían pasado los terremotos del ochenta y cinco, muchos sin casa todavía, mi papá todavía no se aparecía: “ojala estuviera muerto, buen pretexto fue ese para largarse” decía mi mamá, que yo tan chico, permanecía impasible jugando con carritos gabachos del día de reyes. Y eso era lo bueno de la vida en edades mozas, los juegos; primero la sonaja, después el carrito y el muñeco, pobres pero muy lindos, después la muchacha, también pobre, pero bien chula.
Y en el cielo ya se dejaban ver pocas estrellas, y uno a pesar de la tal era espacial tan próxima, si veía a la Luna más grandota, era en definitiva, era lo más lejos que se podía soñar. Y nunca nos poníamos a soñar con estrellas y planetas del más allá, nunca soñábamos por falta de esperanza, con el otro lado de la Luna.
Y de moda en la tele pura bulímica hermosa, con ojos de pupilentes, quién sabe si los de ellas si eran reales, con tanta trampa uno ya no sabe, siendo imagen del pueblo, realidad aristócrata.
A lado de la entrada a mi vecindad, un viejo gachupín, de esos que en el pasado nos conquistaron, tenía una librería a punto de bancarrota, yo nada más fui a la escuela unos cuantos años, pero si aprendí a leer, primero presumía a los demás comprando las burrones, ya no tan de moda, pero al crecer con una anciana, los vestigios del ocaso me habían impregnado la mente. Después un poco más grande, los periódicos en los que se hablaba del fútbol, sueño de millones, realidad de veintidós; y al final, después de tanto tiempo metido en literatura no artística, un buen día me acerqué a la librería del viejo Nino, me dijo ceceando: “mira, que tengo estos libros viejos que no creo vender, ya están muy viejos, te los regalo a ver si tu los vendes muchacho”; y aquello fue mi primer tesoro en la vida, diez libros, uno de ellos hasta con dibujitos: “el principito”, cursi el título, y si los de la vecindad me lo ven se van a reír, pensé. Los otros eran tres de ellos, compendios de poetas mexicanos, españoles e ingleses el otro, unas novelas: “las muertas”, de quién sabe quién, “pensativa”, de quién sabe quién, “santa”, que hablaba de una puta cuando eran finas, uno de cuentos de un tal Quiroga, el de “memoria de mis putas tristes”; que pensé, el mundo esta hecho a base de putas, y por último la Odisea, que por más que lo leí, no le entendí bien, quién sabe que se habrá metido ese tal Homero para hablar tan raro.
Caminando por mis calles, dueñas de mi, o yo de ellas, me ilusioné muchas veces con historias infames y desgarradoras, con mujeres también infames y desgarradoras, con deseos irrealizables, imposibles pretensiones para el pobre, que si aprende a manejar, es para ser taxista.
Y esa vida de cafre también es ingrata, mucho camino, nunca llegada, siempre se estaba en medio de las lejanías de la casa, siempre uno lejos de donde quería estar, nunca uno se sentía en su casa; paradero, el deseo del patrón.
Por eso yo vendía flores, que eran al mismo tiempo ilusiones, amores, perdones, regalos incondicionales, agonizantes presentes aromáticos como una sinceridad decadente; pasadizos, llaves directas al corazón de la dama. Vendiendo flores, yo era dueño de mis pasos, nunca rebajé una sola, o bien vendida o bien podrida, que no me sale el negocio, que mire que chulas están, no me las vaya usted a despreciar.
Y la rosa se hizo mi mejor amiga, una vez sin espinas, era pura belleza, las había de todos colores, mis preferidas eran las rojas ordinarias, carmesíes, fogosas, pasionales, efímero regalo, futuro que no tan lejano era la condena mortal.
Primero un octubre lejano, a mis dieciséis años, mi abuela se muere, pulmonía espantosa, terrible, que yo sufrí mucho, pero no me sentí desamparado; y desde ahí, le tengo pavor a los octubres, obscuros, fríos, solitarios, en los que mi única compañía después de esa noche, fue el espejo; que yo sin dinero, fui ayudado por los vecinos para la caja y eso de la sepultada. Ahí entendí la importancia de los espejos, fieles acompañantes, que se mueren el mismo día que uno; a mi abuela no le lloré mucho, a pesar de cuidarme tantos años, era mala; por eso había escondido los libros, ¿para que los quieres?, puras cochinadas herejes, me decía cuando los veía.
Unos cuantos días después, me traje a vivir a mi cuarto a mi amigo Juve, venido de las Méridas tropicales y lejanas, al sur según, bonitas, y pobres como el verdadero México, viajero inocente que de niño se hizo músico de los vagones del metro, cantante indigno, indígena intérprete del acordeón más triste conocido por mis oídos; artista del verdadero mundo, soñador de la fama y la fortuna: un ciudadano ordinario. Cargando en sus espaldas catorce años en los que desde los inicios de su caminar, uso el grito de la piadosa limosna humana.
Y nunca tuve noches tan buenas como aquellas, probé el chupe por primera vez en mi vida, me emborrache con mezcal, vino de mesa del pobre, destilado según las leyendas cegador, a la vista y a las penas; medicina para el cansancio corporal y digno del hombre al fin de cada jornada.
Fue en esas noches, de la azul celeste que Dios nos regaló, en las que conocí a Astrid, hermosa quinceañera sin corona, virgen pura y dueña de mis primeros sueños adultos, recién mudada a mi vecindad apenas una semana después de que Juve se viniera conmigo.
Y fue ahí cuando conocí el amor; no supe si era miedo o desconcierto, pero por primera vez en mi vida, quise traerme a mi casa a la niña. Y esa ilusión del matrimonio es uno de los pocos resquicios de luz que cargamos los pobres con orgullo; el recinto sagrado, era lo único que dios nos daba para cegar aquello de las tristezas.
Pero no todo en el mundo es aquello amoroso, el odio también se da, y sobre todo en mi mundo; por eso conocí junto a Astrid a su hermano: Pablo el ”perro”. Celoso vigilante y enfermo adversario, testigo y delincuente de varios desvirgamientos, de ahí, surgía su pavor por mi persona, todas eran viejas zorras, menos su hermana y su mamá. Juve bien me lo decía: no te metas con la niña, que juegos con mujeres son pleito seguro; pero yo, bien menso, idiota por esos ojos negros y la piel trigueña y joven de la niña, hice oídos sordos y comencé a hablarle obsequiándole lo único que conocía hasta ese momento en mi vida: flores.
Y esa tarde me ilusioné, ni siquiera me sentí mal por mi venta nula, Astrid me había sonreído y con su voz, que guardaba tras su acento la verdad indígena, toda roja aceptó mi rosa, la roja ilusión.
Y mientras en Pino Suárez, Juve, cantaba una canción que hablaba de lágrimas de desamor, yo soñaba con bodas y un montón de chamacos, con la iglesia: mi catedral tan hermosa, adonde mi señor Jesucristo, me iba a casar algún día con mi Astrid, adonde uno ya no sería un perro solo, adonde en medio de mi marginación y pobreza, me sintiera rico, hombre de bien, aunque usted no lo crea, pues la pobreza también tiene sus anhelos de dignidad.
Y me fui a rezarle al señor, a darle las gracias, de darme esa alegría; ilusorio olvido del fin, búsqueda de la inmortalidad de mi apellido: Ortiz, no uno cualquiera, un bastardo y solo, pero más digno con fe renovada, agradecido con Dios.
El apellido a veces se carga con orgullo y otras como maldición, es palabra, es nombre, identificación, es linaje, casta, herencia y a veces un simple adorno; Ortiz, yo, ese del espejo que compartía nombre con mis ojos, ese del espejo, que no sé si soy yo, u otro, que no sé si el espejo me quería hacer más feo; pero según todos, ese era yo. ¿No se sabe que es uno?, todos nos llaman mexicanos, nos dicen pícaros, nacos, rateros, malinchistas, indios, come frijoles, y eso de rateros lo dicen por culpa de sobre vivencia. Le decían a Luís, vende discos del zócalo, que cometía delito, que la piratería no es ética, es menos ético robarlos y darlos igual de caros; ¿qué es ético?, nadie sabe, pero todos hablan. Y Luís, como otros mexicanos sin rostro, temía por su libertad, aquella que te quitan las leyes, temía por sus hijos; aquellos que te da Dios, temía al hambre y a la desnudez, aquella dignidad que solo podía emularle el vender su producto barato: según piratería, aquello anti ético para los ricos; ¿pero nosotros los pobres que hacemos?, comemos igual que ellos, diferencia abismal es el trabajo; por más trabajo uno gana menos, mucho menos que ellos, y si carecemos de simpatía, ni siquiera eso tenemos, nos queda vender lo que podamos, y entre todo eso, esta lo chafa.
Pirata: somos hijos de lo falso, falsas esperanzas, falso futuro, falso político, falsas costumbres, todo es falso, ¿qué es lo mexicano? Y es ahí, adonde uno se reconoce como tal; no sé que me hace mexicano, solo se que yo soy lo más mexicano; tengo rostro tengo sueños, tengo sed insaciable de todo lo que un hombre desea: soy flor y canto de Quetzalcoatl.
En esa semana, por allá del martes, se me enferma el pobre Juve; un dolor de panza enfermizo que me hizo llevarlo al centro de salud; remedio insultante de pobreza, y que me lo internan: denuevo la soledad de frente al espejo oxidado de vejez, nuevamente esa luz amarillenta del cuarto de vecindad, el silencio, mi respiración agitada por el miedo a las tinieblas. Lo llevaron a un hospital grande con médicos finolis que lo veían a uno por debajo del hombro; salvavidas sin corazón ni alma, a los tres días me dicen lo irremediable: Juve, artista de la ciudad tenía un cáncer en la panza, muy avanzado, se me iba a morir.
Y desde entonces con cara hipócrita entraba a su cuarto de hospital, compartido con otros dos enfermos; uno solitario y sordo que había sido atropellado, sin visita alguna; el otro un padre de familia mal operado con su esposa incondicional acompañándolo día y noche mientras sus hijos de ocho y doce años trabajaban en la calle para sobrevivir.
Este señor murió, y sus hijos no se pudieron despedir de él en vida; los chamacos no podían entrar a ver a los enfermos bajo ningún motivo. A pesar del mal trato, su esposa le dio las gracias a las enfermeras; bofetada blanca, último recurso del dolido pobre.
Y Juve lloraba cada visita; me partía el corazón verlo cada vez más pálido y pelón, ni como avisarle a su familia su triste suerte. Lloraba de miedo y resignación, gemía como vieja mi pobre Juve, y yo ahí, tratando de animarlo, de darle falsas esperanzas. Después regresaba a las calles a vender mis flores, lloraba por dentro mientras vendía felicidad; y aunque usted no lo crea, mis flores conocían mi tristeza, se empezaban a marchitar.
Y tomaba en las noches, pensando en Juve y su triste suerte; viajó a la ciudad para conseguir dinero; la suerte nada más le dio la muerte. Y allá en Mérida se quedaban solas su madre y sus hermanas; solas a suerte de un destino incierto, calladas, imaginando las maravillas por las cuales Juve ya jamás regresaría.
Astrid hermosa: miraba mi tristeza a lo lejos bajo el cobijo “del perro”, que me destrozaba con vista terrible y despreciable, yo callado, llorando por dentro, porque a pesar de haber vivido con puras viejas si aprendí que los hombres no lloran, solo por dentro. Sufría por un amigo; en este mundo El señor te da pocos, y tienes que aprovecharlos; por eso odiaba los octubres: el ocho se me murió Juve.
Y no pude siquiera enterrarlo, me dijeron y lloré como vieja; me dijeron y me quedé de nuevo solo: Rubén el solitario, el callado, el abandonado, lo miraba acostado, tumbado, frío, quietecito con cara de sufrimiento, me dolía su suerte, porque lo dejé ahí, se iba a ir a la fosa común después de que futuros doctores petulantes lo cortaran a su antojo hasta que apestara.
Un día después; me desperté a las cinco de la mañana; alborada roja y fría, la ciudad se despertaba, y lentamente se convertía en movimiento constante, me fui a la catedral a buscar consuelo del señor; recé y lo encontré adentro de mi corazón: cálido, abrazado por la nada, hermosa sensación divina; fe ignorada por el rico.
Mi venta fue pobre, como yo mismo, morí igual que Juve, caminé gritando el precio de mis flores, la ciudad se nublaba cada vez más, el gris cielo, el opaco nubarrón nos cubrió lentamente. Dios lloraba un minuto después junto a mí, yo, refugiado en la catedral, siempre refugiándome no solo del tiempo, también de mi realidad; viendo como mi tricolor bandera lloraba lentas lágrimas sucias. Un hombre me regaña, me dice que no respeto la casa del señor, que aquí no puedo vender. Yo le contesto con la mejor cara, la casa del señor es de todos le comento y el se va.
Astrid entra a la catedral con su madre y me sonríe, me quema de alegría ya sé quien es ella, es la mujer de mi vida, y aquí enfrente de mi señor, enfrente de la fe de tantos pobres diablos como yo, algún día lo confirmaré. Al fin, la fe es lo último que muere dicen por ahí…

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