“Hoy que más triste me siento,
Hoy que más solo yo estoy,
Me he quedado,
Me han dejado
Solo y sin ilusión.”
Cantaban entonces dos ciegos, con facha de ausencia total de baño durante un largo tiempo en la estación de Oceanía, lo hacían a capela; un niño rapado los guiaba sin siquiera atreverse a mirar a los ojos a nadie de los que abordábamos el tren. En sus ojos no había brillo, ni en el de los ciegos, ni en los míos, ni en ninguna persona. Muchos venían completamente dormidos.
Ya es muy tarde.
Por las ventanas en las que leyendas como: “Te amo fulanita”, “tal por cual es un puto”, “Bidder”, “Tal y tal amor 100%”, “mariquitas de la voca tal son la ley”; entran los haces de luz de un sol tímido de finales de otoño, de ese que quema. Que pega duro en la cara como queriendo levantarnos a verdades que nadie quiere saber, pero están ahí, de esas luces que lo despiertan a uno de un plácido sueño y lo llevan a lugares inhóspitos. Que lo traen a uno de vuelta a la realidad.
De ese tipo de cosas que a uno le demuestran que papá ya no está ahí si algún día lo necesitamos. Que nos dicen que las arrugas aparecen repentinamente, que uno se cansa más rápido, que a veces el mirar el espejo se vuelve un martirio antes verdades terribles, que las noches solitarias se vuelven una carrera contra el tiempo si tuvimos una educación conservadora. Que si no somos conservadores en parte nos sentimos culpables. Que la mayor parte de todos nosotros somos de una clase a la que el televisor nos ofrece los mejores momentos en la vida y que estamos completamente cansados como para saber más allá de lo que nos dicen las noticias del odioso Joaquín López sobre lo que pasa en nuestras tierras. Que no tenemos tiempo a veces de atender nuestra propia sonrisa.
Veo asientos y lugares que a lo largo de mi vida recorrí ya muchas veces, que nunca me han gustado del todo, esos lugares en los que sentado viví y pensé cosas distintas a las que hoy acosan mi pensamiento.
Que inevitablemente serán muchas veces malditos y benditos, pues la historia no se deja de escribir jamás y la mía así continuará hasta que inevitablemente un día muera.
El niño sin brillo en los ojos pasa a un lado mío, huele a tierra y habla en un dialecto que yo tristemente ignoro por completo.
Ojos ciegos que si ven, no como los intérpretes.
Oídos que no escuchan como los míos esa letra tan despojada. Ese niño está muerto en vida, su alma está a lo lejos, justo adonde está viendo por el avanzar del vagón los puntos que de pronto le provocan algo mientras se aleja sin otra opción que olvidar rápidamente cientos de imágenes y caras.
Algún día de seguro se quedó perdida su alma en alguna estación que nadie reclamó por la bocina.
Y hasta la noche será los ojos de esos ciegos; hasta justo el momento en que los suyos dejen de ver por unas horas y dará las gracias que eso se haya terminado, cansado sabrá que la mañana siguiente lo mismo le esperará. Queriendo saber quién es su madre, sin importarle de donde salió esa letra que los dos ciegos cantan con dolor mientras él los odia por los golpes que de pequeño le propinaban por “pendejo”.
No sabe su nombre, solo sabe lo que le espera mañana; “un día bueno pagarán”.
Esas mañanas con neblina y frío destructor, odia estas épocas en las que otro niños tiene ilusión y el no. ¿Qué de nuevo traerá el año?
Nada.
Solo silencio y miedos, lloriqueos que nadie escucha y más viajes vertiginosos en el metro.
De caras que le miran altivo como yo que después de eso me siento tan odioso.
Debiera morirme por sentir lástima de él. O estar muerto como él debería ya estar.
Entonces el ciego más feo le grita cuando suena el indefinible sonido de puertas abiertas y cerradas del metro:
“¡Lázaro!”
Y me pongo católico y puritano, recuerdo mis clases de doctrina y temo completamente por mí, por mi alma, que parecemos dos entes distantes que van juntos sin saber el motivo. Cuando Lázaro se baja del tren entre aquel horrible amarillo vomitivo que los misterios nos dan, veo una pareja:
Uno frente al otro mirándose a los ojos. Es la última vez que lo harán al parecer.
El llora mientras alcanzo a escucharle a ella:
“perdóname”
Entonces sigue el metro su camino insoportablemente frío, el Sol me da en la cara mientras recuerdo a Lázaro y la estación en la que estará hoy, en este mismo momento.
Cuando tome el valor y se vaya…
Quizá le irá peor. Al pensar en esto me doy golpes de pecho mustios, la siguiente estación me muestra una pareja más: estos dos se besan apasionadamente, con pasión, con los ojos cerrados, puede que hasta con los labios juntos se murmuren mil te quieros y te amos.
Ambos tienen una erección y la gente los ve mal; pero solo viven su momento.
Mientras, a lo lejos, Lázaro se encuentra en cuclillas comiendo su ganancia en una banqueta. El lugar huele a orines, está sucio pero ya ni lo siente, a lo lejos los dos ciegos beben un licor barato y comen lo mismo. Lázaro es sus ojos y detestan que el destino haya marcado su vida así. Detestan a ese niño pues saben que el tiene algo que ellos no.
Y Lázaro jamás supo de qué murió su abuelo, pero levanta el puño al cielo y reclama con dolor y lágrimas si es que alguien arriba se lo llevó por mera diversión o egoísmo al final de cuentas nadie le ve llorar.
Aquel abuelo pobre que jamás le dejó solo, aquel que le abrazaba en las noches de frío y le compraba sus cochinitos cuando tenía antojo.
Aquel que lo miraba con cariño y tristeza pues los padres del pequeño no estaban ahí.
Y suenan las campanas de la iglesia.
Son doce campanas y Lázaro ve que otros niños de la calle juegan en la fuente de San Fernando, caras sucias, boca sucia, con la piel quemada mientras los más grandes tirados en las bancas viajan por el activo mientras el Sol cuece su piel, mientras por dentro tienen bien claro lo crudo y cruel de las calles. Pero él no irá con ellos, le teme a esa crudeza.
Seguirá siendo los ojos ciegos de dos nublados.
Esperando que algún día su abuelo regrese, no sabe que a veces para encontrar uno debe buscar, aún tiene mucho en la cabeza: “no te muevas de aquí”. Eso es lo que hace.
Se abre de nueva cuenta la puerta del vagón.
Me tocan la puerta y salgo como vaca al matadero, muchos lo hacemos mientras traemos mil cosas en la cabeza. Llegaré tarde a la oficina.
Este me faltaba de los Ter Li Dum.
Pero no es uno del todo. Como todo...
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