Ahí estaba yo.
El árbol de duraznos de mi madre y tierra amontonada frente a mí.
El viento me pegaba en la cara y movía mi cabello feo, dejaba ver mi pánico ante la situación. Hacía un olor a humedad en la tierra que diáfana mostraba su intención de dejar caer un diluvio de febrero.
Mi cabello no era nada amable con la vista jamás: cada que crecía se encrespaba y me hacía parecer una señora vieja de esas que se cansan de su pelo y se lo cortan, de aquellas a las que no les interesa ya el cómo se ven. Al menos eso pienso yo.
Ahí estaba yo tratando de contener mi llanto ante nadie, completamente solo con la cara aterida por ese miedo a la vergüenza, justo en ese momento no veía nada, solo escuchaba cómo el viento pegaba contra las hojas del durazno, cómo mi corazón latía cada vez más fuerte y cómo ese bulto de tierra atraía todos mis miedos. Parecía enorme, se tragaba todo: el sonido, el olor, la respiración y mi calma. Al mismo tiempo estaban todos mis miedos conmigo, todas esas cosas que odié de niño se postraban frente a mí al no saber qué diría a los demás cuando tuviera que contarles.
Veía a mi hermano llorando, a mi madre igual, a mi padre con cara de enfadado y yo ahí sin saber cómo explicarlo. Justo como ahora no podía comprender la situación, no podía asimilarlo.
Sócrates había muerto y solamente yo lo había visto.
Lo tomé, ese gato parecía un tigre, estaba pesado y dócil como goma suave.
No me vio, no le abrí los ojos ni hice drama. Jamás había sido sentimental, no intenté revivirlo, solo lo tuve entre mis brazos mientras comenzaba el partido del Barcelona y lo puse en mis piernas, lo acaricié un rato.
No ronroneaba, ni me mordía, ni estaba cálido.
El partido era aburrido, no quería verlo, ni a él ni a Sócrates, tenía un nudo en la garganta. Nadie llegaba.
Le di entierro con la pala con la que hacía mis exploraciones de niño y ahí estaba ahora mismo viendo que los muertos no salen de su tumba.
Vi el día que llegó que mi paranoia me hizo creerme alérgico a él, cuando lo cargue a escondidas el día siguiente y me orinó la camiseta.
Cuando le di biberón por primera vez, inclusive cuando le hablé como si yo fuera un bebe.
Y suelto un murmullo sin quererlo, una lágrima densa y cálida escurre por mi mejilla y trato de disimularlo, aunque estoy solo trato de que nadie se de cuenta de que estoy llorando.
Cuando miro a los que me rodean, estos no existen, pero los tengo de algún modo ahí conmigo.
Y me suelto a llorar como niño.
No tengo el valor para decirle a nadie lo que ha sucedido esta tarde, quizá me complico mucho las cosas.
Y me salgo a caminar a esa avenida que hoy parece el fin del mundo.
Creo que soy muy dramático.
No, espera.
Creo que no.
Y voy, de algún modo solo escucho mis pasos.
-Joder-
.Joder.
“Joder”
Camino ausente del mundo conteniendo esa cara de tristeza franca, ocultándola de los que pasan junto a mí aunque no les importe siquiera.
No me ven.
De pronto paso junto a una lavandería, una silueta me contiene: ya la había visto antes, está ahí poniendo el detergente con mucho encanto.
Me quedo varado.
Viéndola con mi cara de llanto contenido en la puerta del negocio.
Ni siquiera me percato de lo estúpido que me veo ahí.
Hasta que ella me mira y rompe el silencio que traigo en mi.
-¿Si?-
Una situación nada romántica-Pienso.
Hola- Contesto yo.
-¿Dime?-
Demasiadas preguntas en poco tiempo, por eso le contesto con otra:
¿Cómo te llamas?-
Y hace un gesto despectivo:
-Irene, ¿por?-
Y quiero contarle lo que me pasa, pero tengo el prejuicio de los locos, además esa cara que hizo me lastimó. Sin querer ella entró en algo que no tiene porqué.
Soy patético.
Me voy caminando como imbecil deseando ser invisible, que mi espalda no exista;
“por favor, por favor”.
-¿Estas bien?- Me grita ella a lo lejos.
Ajá- Digo sin voltear.
Cuando llegó a casa mi hermano me pregunta:
¿Y Sócrates?-
No sé- le respondo.
Ahí va un fantasma…
Un micro-cuentito de hace unos cinco años.
DPMCH
No hay comentarios:
Publicar un comentario