Existe un sentimiento al que ningún hombre es inmune al menos alguna vez en su vida. La nostalgia es inevitable, artera, acechante, veloz y mortífera.
Al menos para aquellos, a los que el sentimiento les representa en pavor, repulsión o inclusive negación. Existimos otros, a los que la melancolía nos sirve como combustible a toda aquella pasión encerrada tras horas de calma tensa en oficinas y estudios de peli grasientos que se sienten superiores por no poseer siquiera un instante para sí mismos.
El miedo a los finales es una constante del hombre común, y permitame decirle, querido lector, que no existe otra forma de vida más bella y única -aunque suene contradictorio- que el hombre común.
En la actualidad el estereotipo más común dictado por los medios, es el del hombre único, la persona especial, aquel que se distingue por... ¿hacer exactamente lo mismo que los demás?
Y es que, si usted lo percibe con la calma y certeza de los tiempos actuales; todos lo que coexistimos en el mundo, que presumimos de intelecto y razón, buscamos ser distintos, únicos y especiales. ¿pero distintos a qué?
Justamente la carrera de destacar nos hace similares al resto, la búsqueda de especialización, especialidad y de motivos de carisma nos hace -dentro de los límites de la biología, y de la certeza de que cada cabeza piensa de forma distinta-, completamente iguales el uno al otro.
Este fin de año se presenta menos catastrófico que otros, menos emocionante y sí, cada vez más pronto; quizá es la edad, aquello que hablan muchos amargados y llaman madurez, a mí en lo personal, me gusta la idea de que los años pasan cada vez más rápido mientras perdemos paulatinamente el control de nuestras propias vidas.
El tiempo es lo más inevitable y lo menos seguro en nuestras vidas. Pensar que se tiene tiempo para hacer aquello que deseamos o debemos, es quizá demasiado optimista en un universo en que a cada segundo que pasa, muere el universo que habitamos y que nos habita. El reloj interno y el externo son inseparables. Aunque ocurran a distintas velocidades.
Los finales son catástrofes por más pequeños que estos sean, ocurren en el universo, aunque este apenas se percate de que ocurrieron. Y también son los constantes llamativos de la melancolía más habituales y comunes.
Mis letras nacieron con la melancolía provocada por el miedo a los finales. Recuerdo mi primer escrito: una obra de teatro malísima que surgió de mi miedo a que el fin del mundo ocurriera. Sin calidad técnica, ni conocimiento alguno del estilo me embarqué en la carrera de las letras por mi miedo, no sé, infundado quizá por alguna película o documental, no lo recuerdo bien.
Sin darme cuenta, cuando inicié aquel escrito, me dirigía a aquello que aterra al hombre desde sus inicios: lo desconocido.
Desconocemos los inicios, puesto que aún no han sucedido, aunque lo que se avecina se anuncie con bombo y platillo, la duda en el hombre es irremediable, fugaz e incomparable. Y aquella duda algunas veces se convierte en una terrible realidad cuando lo predecido no sucede y lo desconocido nos devora.
En aquel entonces, con la inocencia de la huída a mis miedos más profundos, comencé a escribir sin darme cuenta de que en algún momento me llegaría la necesidad de poner el punto final.
Posiblemente mis letras se alimentan más de la inocencia y de la ignorancia que del conocimiento de la vida. Y es justo esa magia la que me hace soñar al escribir, para mí en un principio, y después para compartirle lo que sueño, estimado lector. En aquella ocasión experimenté por primera vez la fatalidad del punto final. El despedirse de personajes que conoces quizá más que a ti mismo, que están a la merced de tus emociones y caprichos, es más duro de lo que parece.
Nosotros mismos somos personajes de la vida de un planeta que cambia de capítulo cada año para contar nuevas cosas. Unido a eso le digo: pase buenas fechas, y si la melancolía lo atrapa disfrute la calidez de la misma. Que yo, por mi parte, le prometo acompañarle el año que viene con más de aquello que me hace y también me acompaña a mí: las letras.
Hasta pronto.
Mención especial y dedicatoria a mi amigo Vale, "el güero" Palestín, a cuyo cumpleaños no asistí, pero estimo y llevo en mi corazón todo el tiempo.
Diego su escritor.